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2022-12-08 12:26:11 By : Ms. Kathy Huang

Lo primero que se ve al entrar en el estudio de tatuaje de Black Sánchez es a David Bowie mandando callar. Esa es la impresión cuando uno se topa con el enorme óleo hiperrealista del rostro del músico londinense con el dedo índice estirado sobre sus labios. “Es un encargo, mañana se lo llevan”, dice orgulloso Adrián, nombre detrás del alias por el que es mundialmente conocido. Muchos tatuadores reclaman hoy su condición de artistas, y cada vez más gente los ve como tales: la demanda de tatuajes no ha parado de aumentar en la última década. Y con ella un floreciente y lucrativo negocio.

A Chinatown Tattoo, el estudio de Black Sánchez en Getafe, llegan personas de toda España, también de otros países, y tiene lista de espera hasta 2023. “Mucha gente no busca un dibujo en concreto, sino a un tatuador, porque le gusta su obra. A mí me han llegado a decir: ‘Hazme lo que quieras”, explica Sánchez, cuya fama recibió un sonado espaldarazo durante el confinamiento, cuando pintó un cuadro del rapero Notorious B.I.G. y lo subió a su cuenta de Instagram e inmediatamente recibió cientos de ofertas de todo el mundo. “Yo soy pintor hiperrealista, pero hace unos años empecé a practicar el tattoo con piel de cerdo, luego con familiares y amigos… Y ahora es como me gano la vida, aunque para mí la piel solo es un lienzo más”, cuenta.

No hay una cifra registrada de cuánto dinero mueve la industria del tatuaje en España, pero sí numerosos indicadores de su auge, sobre todo en la última década. Fuentes de la Unión Nacional de Tatuadores (UNTAP) contabilizan unos 3.000 estudios, y calculan que es necesario facturar en torno a los 60.000 euros año para ser rentables, lo que da una cifra aproximada de 180 millones de euros anuales, como mínimo.

“Mucho más que hace unos años”, explican desde la organización, y señalan que, dado el carácter personalista de los tatuajes, no se estilan las franquicias. “Si un tatuador tiene éxito, lo que hace es alquilar otro local más grande y contratar a más gente, pero tiene que estar él siempre al timón y presente, porque sus clientes lo buscan a él”, indican.

El éxito de un sector más impermeable a las crisis que otros es un fenómeno global: la firma de estudios de mercado IBISWorld cifra en 1.000 millones de dólares (unos 872 millones de euros) la facturación en 2020 de los casi 30.000 establecimientos que hay en Estados Unidos. “Durante los próximos cinco años se prevé que la industria de los artistas del tatuaje continúe creciendo, y a medida que los tatuajes se vuelven más comunes, es probable que el estigma que los rodea siga desapareciendo”, señala la consultora en su informe.

Un estudio publicado en 2016 por la Comisión Europea asegura que el 12% de los ciudadanos de Europa tienen, como poco, un tatuaje, frente al 5% de 2002. Un porcentaje que hoy podría pecar de conservador, según las cifras que manejan en la Escuela Superior de Dibujo Profesional (ESDIP). “Si nos ceñimos a la generación milenial y la posterior, casi uno de cada dos se ha tatuado ya”, dice la coordinadora de estudios, Patricia Len; un porcentaje que coincide con el de IBISWorld para Estados Unidos.

La Comunidad de Madrid es la única que lleva un registro de los salones de tatuaje dados de alta: de 55 en 2006, a más de 600 en 2021. Con todo, las cifras de mercado reales podrían ser mucho más elevadas, si se tiene en cuenta la economía sumergida: desde la UNTAP calculan que, por cada estudio legal, hay dos tatuadores que ejercen ilegalmente. “No hay más que darse una vuelta por Wallapop o Facebook, o fijarse en la cantidad de carteles que hay pegados a las farolas con el enunciado ‘Tatuajes a domicilio’”, dice el secretario de la organización, Fidel Prieto. “Ya lo denunciamos hace unos años a las autoridades, les dimos los nombres de algunos y les sancionaron, pero poco más. Es una alarma sanitaria porque no sabes con qué material trabajan ni qué destino le dan a las agujas, y no puedes tirarlas en cualquier sitio, hay un procedimiento legal de recogida de desechos”.

Hay otros actores del sector que también se benefician de esta euforia tatuadora, como los proveedores. La empresa Vega Tattoo Supplies vende maquinaria para tatuajes, y sus responsables aseguran un incremento de demanda anual exponencial, en torno al 70%. “No hablamos de una moda pasajera, sino de un hábito más completamente integrado en la sociedad, como ir a cortarse el pelo o a ponerse unas mechas”, opina unos de sus socios, Alejandro Pareja. Él y su hermano comenzaron hace 10 años con un pequeño establecimiento en Alicante para surtir a los estudios de la zona. Hoy venden a toda España y el extranjero, tienen una plataforma de comercio electrónico y emplean a nueve personas fijas y otras tantas eventuales.

“Exige una adaptación constante, porque este sector también evoluciona a toda velocidad. Al principio, tenías que soldarte tus propias agujas. Ahora son desechables y los instrumentos inalámbricos y con batería. Todo se vuelve más pequeño, más portátil, con más tiempo de usabilidad… más fácil, en definitiva, por eso los tatuadores cada vez tienen más tiempo para dedicarse a su arte”.

La única traba real para iniciarse como tatuador es el talento. El resto es bastante sencillo y no requiere una gran inversión. “Por 1.500 euros puedes empezar a tatuar con buenas máquinas”, explica Prieto. La licencia se obtiene con un título higiénico-sanitario que se obtiene de un curso que puede durar entre 25 y 40 horas, según la comunidad autónoma, y tiene un coste de unos 300 euros aproximadamente. “El problema es que muchos evitan tener que pagar un local y hacen los tatuajes a domicilio, o bien directamente desde su salón, sin control alguno”, alerta Prieto. “Hay ayuntamientos que, si trabajas con material desechable, que ya viene esterilizado, no exigen disponer de un autoclave en el estudio [una olla a presión que alcanza una temperatura de unos 134 grados para eliminar todo tipo de microorganismos]. En caso contrario, debes tener sala de esterilización, lavamanos en todas las cabinas, una recepción separada de la zona de tatuajes…”.

La profesionalización del sector, y una vertiente artística cada vez mejor considerada socialmente, son los detonantes de un auge imparable. “Hace siete años solo teníamos un curso residual, de técnica básica y basado en las ilustraciones ya preconcebidas, con unos 15 alumnos”, recuerda Patricia Len, de ESDIP. “En este tiempo ha cambiado el perfil de los alumnos: el número se ha multiplicado por cinco, las mujeres son mayoría y vienen de bachilleres artísticos, de Bellas Artes o con formación previa en ilustración. Ahora quieren estudiar anatomía, realismo, perspectiva, volumen, técnicas de color… Y no solo aspiran a tatuar. Muchos también colaboran con marcas de ropa, ilustran libros, o pintan en muros, y la piel es solo otro soporte donde plasmar su obra”.

Hacerse un tatuaje no es necesariamente un lujo: parte de los 50 euros, aunque puede llegar a varios miles de euros dependiendo de la extensión y quién lo firme. Pero, sobre todo, es su normalización de cara a la sociedad la impulsora de su rápida penetración. “Lo de relacionarlo con ambientes carcelarios, tribus urbanas o gente, digamos, peligrosa, es algo del pasado”, opina Pablo Hernández, socio del estudio Greyline, de la localidad guipuzcoana de Zumaya. “En mis siete años en activo, por aquí ha pasado gente de todo tipo de ideologías y clases sociales”. Susana Chavero, del estudio Clown Tattoo, pone un ejemplo impensable hace muy poco tiempo. “Recuerdo una señora de unos 70 años que, por una promesa que le hizo a la Virgen del Rocío, vino a tatuarse su retrato”.

El germen de esta rápida aceptación es antropológico, como afirma Alejandra Fabiana Walzer, psicóloga, y doctora en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y autora del trabajo de investigación Tatuaje contemporáneo, a partir de una beca de la Universidad de Columbia de Nueva York. “Cualquier práctica de marcar el cuerpo es una práctica esencialmente humana. Al poner signos y símbolos, se le añade sentido y se diferencia del cuerpo animal. Pueblos y culturas ancestrales que nunca se conocieron entre sí, que estaban totalmente aislados, practicaban algún tipo de marcaje corporal, llamémosle tatuaje, escarificaciones, pintura perecedera, etcétera, y han tenido distintas funciones”.

La experta opina que esas motivaciones siguen vigentes, aunque tomen otras formas. “Incluso el mero sentido estético no es una consecuencia exclusiva de la sociedad de consumo. Es una forma de expresar con el cuerpo, de fijar algo en nosotros para siempre, un momento, un recuerdo, en un momento de nuestra historia en que todo es líquido y nada permanece. Y ha calado muy hondo en las sociedades actuales, tan mercantilizadas y mediatizadas, porque cada vez más personas a las que se relaciona con el éxito muestran sus tatuajes sin pudor, desde deportistas hasta políticos, pasando por actores o cantantes, gente legitimada por los medios de comunicación y por el mercado”. Y zanja: “En cuanto empieza a circular el tatuaje como algo aceptado, llamémosle moda o zeitgeist, la sociedad en general lo ve como una opción posible”.

Una aceptación transversal por parte de la sociedad que ha supuesto una suerte de democratización del tatuaje. “Hay gente que me dice que nunca había pensado en tatuarse, pero vienen porque quieren un diseño mío”, cuenta María Cabañas, del estudio madrileño Customizarte. “Y siento entonces que he logrado conectar con un hilo invisible a gente que hasta hace nada no tenía nada que ver, y que ahora tienen en común el llevar un tatuaje y comparten el mismo vagón de tren”. Una muestra de lo alejada que está la relación hoy del tatuaje con su pasado carcelario es que incluso empieza a tener un papel sanitario. Tammy Love pinta pezones en tres dimensiones a pacientes que han pasado por una mastectomía, y colabora con la Fundación Jiménez Díaz y el hospital Gregorio Marañón. “Cada vez hay más mujeres que lo piden, pero aún hace falta más información, y que la Seguridad Social se comprometa con esta práctica”, reclama la artista.

En paralelo a las técnicas de tatuaje ha evolucionado otra: la de su borrado. La tecnología a base de láser consigue, en muchos casos, que desaparezca por completo. “En los últimos años, hemos tenido un incremento en la demanda de un 20% aproximadamente”, informa Katy Elez, coordinadora de los cuatro centros de Tattoo Cleaners, repartidos entre Madrid y Cataluña. En ocasiones, el arrepentimiento puede salir caro: para un tatuaje mediano, cada sesión cuesta entre 60 y 90 euros, y pueden llegar a ser necesarias hasta 10 sesiones. Unos precios por debajo de la media, ya que esta empresa sigue una política de bajo coste. “Damos unas 20 sesiones al día por centro, y la demanda ha seguido creciendo con la pandemia”, cuenta Elez. “El confinamiento ha provocado que mucha gente se vea sus tatuajes todos los días y se han cansado de ellos; la ruptura de muchas parejas confinadas también ha sido otro de los motivos, gente que tenía el nombre de su novia o novio tatuado y han venido a borrárselo”. Fuera de este hecho coyuntural, el motivo más frecuente tiene que ver con el mercado laboral: “Quienes quieren ascender, o van a tener una entrevista de trabajo y llevan tatuajes muy visibles, temen que esto pueda jugar en su contra”.

En este sentido, María Cabañas zanja: “Aunque el tatuaje se ha normalizado mucho en la sociedad, aún hay ciertos sectores que no se han superado sus prejuicios”.

El laboral es uno de los ámbitos donde el tatuaje aún puede seguir siendo un foco de conflicto. Una encuesta de la plataforma Connectattoo desvelaba que la mayoría de quienes rechazaban hacerse uno visible manifestaban su temor a sufrir represalias en el trabajo, o dificultades para acceder a determinados empleos. “No es lo mismo trabajar en una mezcalería de moda de Malasaña que en las oficinas de una entidad bancaria”, argumenta Sebastián Martín, socio de la consultora Recursos Humanos Key People. “Según mi experiencia, todavía los tatuajes están relacionados con un tipo de cultura y de ambiente, digamos, conflictivos, y determinadas empresas siguen sin querer transmitir eso. En las empresas más tradicionales, es normal (cosa que yo no comparto) entender que la gente que se tatúa es menos estable, o menos de fiar. No olvidemos que hubo una época no tan lejana en la que el tatuaje tenía un enorme significado carcelario”. Martín expone la otra cara de la moneda: “La novedad es que ahora hay entornos laborales donde el tatuaje incluso se valora. No solo en bares o determinadas tiendas de ropa donde se quiere dar una imagen de cara al público, sino también en oficinas de nuevas empresas y start-ups, agencias de marketing y de internet, donde es muy habitual ver tatuajes porque quienes las dirigen quieren fomentar una cultura asociada a la modernidad”. 

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